domingo, 26 de agosto de 2012

Interior

Interior: leo tumbado en la cama, algo corre junto a ventana, levanto la vista. ¿Un moscón en la pared? No. Se mueve como una araña: acelera, frena y cambia de dirección. Me acerco, no es una araña, es una arañita marrón –tierra sombra natural, con el dibujo de un paréntesis cerrado ocre amarillo en el abdomen. ¿Preciosa arañita, cómo has llegado hasta aquí? La ventana está abierta pero es un tercer piso. ¿Sabes qué hago cuando veo arañas o arañitas?: aplastarlas. Tengo el “Libro del desasosiego” de Pessoa en la mano. Puedo darte con él, aplastarte con el lomo, de un lomazo, o mejor dicho, de un librazo: un librazo del desasosiego o un desasosiegazo. Veo que correteas alrededor del marco de ventana sin encontrar la salida. Te noto azorada. Saco un pañuelo de la cómoda y te estrujo entre mis dedos resguardados por la tela. Te desmenuzas. No me he manchado. Entiéndeme, es una habitación con moqueta: buen lugar para anidar; no quiero soñar con ejércitos de arañitas con paréntesis debajo de mi cama. Ahora rociaré todas esquinas con insecticida Bloom Cruz Verde por si las moscas –o arañitas.

Antes de la interrupción, era la tercera vez que empezaba el “Libro del desasosiego”. En su día anoté la fecha y el lugar de compra en la primera página. 29 de julio de 1992, Pamplona. No quité una pequeña pegatina ovalada distintivo de la librería: “Xalem”. Recuerdo el primer intento: aquel verano de 1992 empecé a leerlo en la piscina por las mañanas. Me costaba seguir el hilo. Demasiadas interrupciones. La piscina es un club deportivo en el que me inscribió mi padre desde niño. En agosto los mayores trabajan hasta mediodía y los niños que han suspendido reciben clases de recuperación, otros disfrutan en la playa a kilómetros de distancia. Por la mañana puede despistarme algún bikini tomando el sol y la piel bronceada que no cubre el bikini. Demasiadas interrupciones no significa muchas interrupciones. Lo mejor de un club poco frecuentado es su tranquilidad; lo peor, el escaso entretenimiento. Según se mire –o se quiera mirar, que todos miramos– se interpretará de distinta manera. Para leer “Libro del desasosiego” tumbado sobre el césped es preferible poco entretenimiento. Si una arañita con paréntesis ocres me hace levantar la vista, ¿cómo voy a concentrarme en la lectura rodeado de caderas y demás contornos?
Han pasado 20 años. Recuerdo las interrupciones y las echo de menos. Conmigo y mi ejemplar de “Libro del desasosiego” había en el recinto bañistas de mi edad y otras más jóvenes, también mamás primerizas con el bebé, alguna tía con sobrinito, cuidadoras contratadas a cargo de dos o tres hermanitos; el resto, y en mayor número, jubilados y jubiladas. Era imposible no escuchar los intercambios de menúes entre jubiladas o esposas de los jubilados; porque ellas no estaban jubiladas: seguían al pié del cañón y dejaban la comida hecha antes de venirse a tomar un baño para que la hija, el yerno, los nietos y el marido encontrasen todo a punto.

–Pues yo hoy les he puesto un bacalao con pimientos, buenísimo.
–¿Cómo lo compras, fresco o salado de toda la vida?
–Pues chica, a mi yerno, que es muy raro, no le gusta el seco y mi hija le pone siempre del fresco; así que ahora se lo compro en la pescadería del Eroski y sale estupendo, les encanta.
–Pues yo tengo preparadas unas pechugas con ensalada y va que chuta. Las he dejado ya rebozas, así cuando llegue las frío en un periquete. Hija, con estos calores no apetece cocinar ni mucho ni poco.
–¡Di que sí!, ¿para qué comer tanto?, nosotros con el bacalao tenemos bastante; eso sí, también pondré un tomate del pueblo cortadico en rodajas con aceite, vinagre y ajos, sin más, que es como les gusta, ¡si vieras qué tomates nos han salido en la huerta!, ¡mañana te traigo unos para que los pruebes!
En este punto, el desasosiego de Pessoa, o el de su “semiheterónimo” Bernardo Soares, o el de quien quiera que estuviese desasosegado, quedaba eclipsado por el ruido de mis tripas y el trajín de jugos gástricos.

Ahora debería aclarar que estás interrupciones no son las que, como he expresado arriba, hecho de menos; estas podría revivirlas llegando por la mañana con el viejo volumen de “Libro del desasosiego” y apostándome en el lugar propicio para ser interrumpido. Hecho de menos las irrecuperables. Había señores que completaban un ancho a estilo braza marinera, salían del agua y se acercaban por separado –juntos no,cada uno había establecido su hora de baño particular– a preguntarme por el arte, por la pintura o, más concretamente, por la escultura; esta precisión dependía de las conversaciones que hubieran mantenido con mi padre, de su amistad con él: ¿Hasta cuándo te quedas?, ¿cuándo vuelves a París?, ¡qué bien se vive a tu edad!, ¿qué tal marcha la moto?, yo tuve una Sanglas, ¿sabes?, me la compré después de mi primer ascenso, antes tenía una vespa. Me hablaban de pie, con el calzón de baño chorreando; yo dejaba el “Libro del desasosiego” sobre el césped junto a la toalla, apartado para que no le salpicara el agua, me levantaba para saludarles, por supuesto, y en alguno observaba una línea de vigotillo Errol Flynn, recta y canosa sobre la sonrisa en la que podía brillar el engarce metálico de un puente dental, o un premolar de oro. He visto en Imágenes de Google que Pessoa lucía un bigotito triangular más antiguo todavía; en pocas fotos sonríe, en ninguna enseña dentadura.
Mi padre, que también nadaba a su hora, era más cuidadoso al interrumpir mi lectura: ¿Qué haces?; ya ves, leo a la sombra; el agua está muy buena, ¿no te bañas?; ya me he bañado; ¿vendrás a comer a casa?; sí, antes me daré otro baño; yo me marcho ya; ¿tan pronto?, si acabas de llegar; daré una vuelta hasta que me seque y vale; ¿por qué no traes una toalla?; ¿para qué?, me seco al aire; pero te vas quemar, mira que este sol no es como el de antes; qué va, ¡qué me voy a quemar!; tampoco traes chancletas, puedes coger hongos; ¡anda ya!, hongos, ¿qué hongos?, si todo está lleno de cloro; como quieras; entonces, ¿cuándo vendrás a comer?; luego.
Y, más blanco aún que yo, mi padre se paseaba al sol sin quemarse, saludaba a otros socios hasta que se secaba; con una sonrisa impecable, sin metales ni empastes de ningún tipo en esa dentadura sana como la que he heredado; su simpatía no, su simpatía natural se quedo en su genética. Yo nunca le vi con bigote.

Los amigos de mi padre llevaban el traje de baño en una bolsita, con un peine y nada más; iban a la piscina sin toalla ni chancletas; nadaban al estilo que aprendieron en el río o en el mar de su pueblo, sin cursillos de natación; y se secaban al aire. Hecho de menos sus interrupciones. No las puedo recuperar porque mi padre y sus amigos no van a la piscina, los borraron, ya no son socios; es lo que pasa cuando te mueres, está escrito en la normativa interna del club y hay que acatarla.


No hay comentarios:

Publicar un comentario