domingo, 30 de enero de 2011

Salir del letargo

 
¡Qué feos!
  
Puede haber letargo sin hibernación e hibernación sin letargo. No lo había pensado.
El sábado salí de mi letargo y me presenté en una pescadería. Así, medio sonámbulo esperé mi turno ante la pescatera.
‑¿Qué te pongo, cariño?
‑Ponme sapo, hoy me siento algo caníbal.
‑Está muy bueno, es del Cantábrico, no tiene nada que ver con esas colitas congeladas que traen de China.
Era cierto. Los rapes lucían hermosísimos entre el hielo del mostrador.
‑Venga ponme, ponme.
‑Muy bien. ¿Como para cuantos te pongo, cariño?
‑Para mí sólo.
‑Te lo voy a cortar en filetitos para albardar y verás que rico sale.
‑Muchas Gracias.
¿Cual es la diferencia entre el pez sapo y el rape? Ninguna, un pez pueden llamarse de distintas maneras, como sucede con el chicharro o jurel, pero aún tengo dudas. ¿Cual es la diferencia entre albardado y rebozado? ¿Entre hibernación y letargo? ¿Por qué la pescatera me llama cariño dos veces consecutivas? No miro ni el interné ni la Wikipedia porque me van a liar. La sobreinformación me da pereza y me aletarga. Por eso me he escondido debajo de una piedra durante un mes, hibernando como lo que soy, como un sapo. No dudé con los filetitos de rape, los pasé por harina y huevo y los freí en la sartén. En ningún momento se me ocurrió añadir pan rallado al rebozado. Los albardé correctamente, a la romana. Eso es, me dije, debe de tratarse de una gradación de conceptos: rebozados o albardados, pero no empanados. Sin pan o con pan, lentamente me voy despertando de mi letargo que no era tal letargo porque no reduje mis funciones vitales al límite. Gasté energía dedicándome a la lectura. Debajo de mi piedra, después de “La carte et le territoire” de Houellebecq, leí otros libros. La mayoría en francés pero también alguno en español rioplatense que no me gustó. No es mi intención comentarlos porque me sucedió algo desastroso: no me gustó “La invención de Morel”. ¿Como pudo ser?, me pregunto. Pues pudo ser. Sí, por que en Espasa libros, S. L. U. destriparon toda “La invención” con una extensa y erudita introducción de Trinidad Barrera López que lo cuenta todo, desarma la intriga y la angustia del narrador protagonista no se transmite. El lector va por delante, no comparte la ansiedad con el protagonista como pretendía Bioy Casares porque Trinidad se chiva de todo.
Fue una irresponsabilidad por mi parte; ya sospechaba que debía saltarme la introducción, pero me pudo mi condición de lector sistemático. Sí, ya se que una buena novela no necesita un final traca final, pero que me desvelasen todo el meollo de “La invención” no hizo ningún favor ni a Morel, ni a Bioy Casares, ni a mí. O sea que no eran fantasmas sino proyecciones. ¡Hala, ya lo he dicho!, se me ha escapado, perdón. O sea que Morel ha inventado una máquina alimentada por la fuerza de las mareas que reproduce en tres dimensiones y proyecta en todo el espacio de la isla las imágenes grabadas en un tiempo determinado y las reproduce en el mismo espacio de tal forma que se solapan las anteriores con las actuales y por eso los habitantes no ven al protagonista; porque no están en su misma dimensión, están grabados en otro tiempo. Son proyecciones, ya lo saben, a ver si ahora cuando la lean por primera vez les gusta “La invención de Morel”. A ver si ahora no se aburren y no les sobran páginas por mucho que Borges diga en su breve y nada revelador prólogo (¡así sí!) que es una “trama perfecta”.
Espasa libros, S. L. U. debería publicar el docto análisis de Trinidad Barrera al final de la novela y no al principio para no penalizar a los incautos lectores metódicos. Una vieja fórmula del arte dice que los espectadores completan las piezas artísticas. Por eso las obras saltan a la palestra inmaculadas, pero se rozan con agentes como el transporte, el galerista, la imprenta, los críticos, los eruditos, el público o las revisiones de otros creadores, que las abollan o modelan. Salen del estudio para rodarse, como salen  los coches nuevos del concesionario: impecables, y sus relucientes carrocerías reciben pronto una clamorosa rayita en la pintura metalizada. No importa, con el uso esa huella se borrará por otras sucesivas; pero desvelar así el invento de Morel, en la introducción, no es una abolladura en el parachoques, es un siniestro considerable.