martes, 21 de junio de 2011

Un nuevo verano

Vendrán otras. Hoy, a la siete y dieciséis de la tarde, se marchó esta primavera en la que una serie de acontecimientos me han impedido atender esta impoética como hubiera deseado. El pasado viernes entregué, en la ventanilla correspondiente, las tareas que me han venido ocupando y me han privado de la primavera, de las alergias y hasta de la luna de sangre. Porque este último plenilunio no puede ver el eclipse. Lo escuché por la radio sí, pero no es lo mismo.
–La luna de sangre protagoniza esta hora dedicada al flamenco –decía el locutor en el programa “La nube”–. Nosotros, encerrados en los estudios de Radio 3, no podemos disfrutarla pero invitamos a los oyentes a asomarse a la ventana.
Yo tampoco podía ver nada enclaustrado en mi taller para terminar las maquetas de los proyectos que debía presentar antes del viernes. Decidí salir a la calle del barrio de inmigrantes y de trabajadores donde tengo mi taller. El cielo era azul claro, a las diez no era de noche. Esperé a las diez y media, el cielo se volvió añil pero no veía la luna. Me acerqué hasta una campa habilitada como eterno aparcamiento provisional. Tampoco se veía la luna. Verdaderamente es un barrio bajo y humilde. En el centro del aparcamiento, nada pequeño por cierto, las casas mejor construidas de los terrenos altos y aireados encerraban nuestro cielo en un polígono donde no entraba la luna. Detrás de una fila de estos edificios se intuía un resplandor violeta procedente del eclipse anhelado, aunque también podía deberse a un reflejo del alumbrado público de los barrios más altos. La luna de sangre radiofónica resultó ser una pija caprichosa que no quería asomarse por un suburbio con artista anfibio, con gitanos, con inmigrantes magrebíes, subsaharianos, de América latina, de Europa del este, y familias de payos que hace décadas llegaron desde distintas regiones para trabajar y vivir junto a la fábrica de piensos Sanders. Se trataba de una luna modernita y consumista que no ha leído a García Lorca pero se ha visto todos los DVDs de la saga “Crepúsculo” con “Eclipse” incluido. De vuelta en mi estudio los de “La nube” despedían el programa confesando que entre canción y canción habían subido a la azotea para disfrutar del espectáculo. No quiero describir con precisión el objeto, pero la maqueta que yo entonces terminaba era un garabato de alambres con líneas orbitales y satélites. “No importa, yo tengo aquí mis propios eclipses”, pensé, “y si los pinto de rojo también obtendré mis propias lunas de sangre”. Pero semejante estupidez no consiguió aliviar mi espíritu desangelado. Me lo perdí todo: el eclipse, la luna de sangre y la luna llena. ¿A qué viene tal desazón? ¿Me he vuelto poético? Las sospechas de esta nueva metamorfosis no son infundadas. Más adelante, relataré por orden los acontecimientos.

sábado, 11 de junio de 2011

LA VILLANA GENEROSA

Advertencia: las siguientes imágenes contienen violencia extrema y pueden herir la sensibilidad de algunas personas.







domingo, 5 de junio de 2011

El lector de citas imagina un artefacto literario de simetría polar


Ascendente, septiembre de 1954. Sin título, sin fecha.
Pablo Palazuelo
 
Sería pertinente para el lector de citas precisar que Palazuelo respondía en francés a una entrevista de 1974. Una copia de la grabación se subtituló en español en 2010 para incluirla en la exposición “Palazuelo, 13 rue Saint Jaques (1948-1968)”, dedicada a los 20 años que el artista vivió en la capital francesa. Sería conveniente aclararlo porque las palabras se desgastan o evolucionan, no suenan igual en cada tiempo y lugar. Habría que considerar, también, la técnica de escribir subtítulos que consiste en abreviar, buscar frases cortas que el espectador lee mientras aprecia las imágenes. El subtitulado no es literal, no se detiene palabra por palabra y extraer subtítulos no es, por tanto, lo más conveniente para reflejar las palabras de un personaje.

“Yo creo que eso a lo que llamamos intuición, imaginación, es una memoria. Porque a la intuición nadie ha podido aún describirla, nadie dice qué es o se la describe como una revelación, como una aparición, pero al final lo que es… es un recuerdo que se remonta a un determinado momento anterior”.
Pablo Palazuelo.
Así aparecen las citas: entrecomilladas, aisladas y delante del nombre al que son atribuidas; literales para expresar ideas y actitudes del citado. Pero Palazuelo dijo más. Previamente contó que había encontrado su camino después de algunas tentativas; de leer sobre lo que no había previsto interesarse; lecturas de geometría antigua y sagrada, sobre los pitagóricos, estudios de geometría euclidiana, de geometría griega, y tratados de geometría oriental, árabe, china y de la India. Luego habló de pintores espirituales, de formas espirituales, de relaciones ideales entre formas y colores. Afirmaciones importantes porque si la cita nos dibuja un Palazuelo escéptico, estas confesiones lo desmienten. Cree en fenómenos intangibles y en formas espirituales. Su definición de la intuición explica cómo llegó a esas formas tan características de un estilo urdido por estudios de geometría, por su admiración por Malevich y por sus propios recuerdos.
Si ignora todo esto, el lector de citas es libre para perderse por derroteros y sacar conclusiones independientes a las que apuntaba el pintor en su conversación. Podría entender por ejemplo que, si la memoria es la fuente de la imaginación, los artistas no son magos, ni hadas ni agitan una varita mágica para obtener arte de la nada, ni son genios como el de Aladino que concede deseos si le frotan la lámpara, aunque sabe que muchos artistas frotan lámparas, chepas u otras partes sensibles de sus gestores y mecenas para mejorar su productividad; el lector de citas podría pensar que la creación es parecida a un Abracadabra de prestidigitador, de un tahúr que esconde cartas bajo la manga y un conejo en el doble fondo de la chistera, porque “Manga” o “chistera” operarían como la memoria aludida por Palazuelo, y el artista sería un mago de feria que se estruja las meninges para mostrar el truco más imaginativo que recuerda, porque no hay más cera que la que arde, pero hay bastante, tanta como memorias y artistas si a cada artista se le asignase una. Sin embargo no es así observaría el lector de citas a continuación–, porque hay artistas que saben disponer de otras memorias. Artistas esmerados que exploran en su propia memoria y en la de los demás para manejar así varias intuiciones; artistas copiones y geniales que olvidan citar el nombre de sus proveedores de memoria porque no son historiadores y es intrascendente que revelen o no sus fuentes. Lo importante son las obras, lo que queda. No hay que registrar más que la firma del último copión aún a riesgo de que la humanidad no perciba el ingrato sacrificio que supuso una abnegada trayectoria de usurpación de ideas e imágenes ajenas. El plagio es súper creativo pero difícil de reconocer; sólo en ocasiones, algún plagiado agradecido lo pone en conocimiento de las autoridades que mediante largas deliberaciones decide homenajear al copiador con el título de insigne plagiario. No suele haber consenso y, tras las apelaciones, es habitual llegar hasta el Tribunal Supremo que dicta una sentencia irrevocable. Al buen plagiario, en un arrebato de humildad, no le agrada reconocer sus virtudes. Se es artista si se quiere, y algunos no quieren aunque parezca increíble. Un ejemplo reciente es el del escritor y académico Arturo Pérez Reverte, quien, haciendo gala de una modestia modélica, intentó desprenderse de su nombramiento –por sentencia de un Tribunal Provincial– alegando méritos ajenos, “emboscada”, “chantaje” y conspiraciones contra su persona. Pero en sus declaraciones muestra un gran conocimiento de la técnica plagiaria. Dice, por ejemplo, que él nunca copiaría a un desconocido, poniendo así el dedo exactamente sobre esta clave del genio copiador: explorar entre los desconocidos para desvelar la memoria colectiva más recóndita. No se ha cerrado el consenso: Pérez Reverte ha llevado su caso al Tribunal Supremo y siempre quedará una duda porque incluso el Supremo se equivoca a la hora encumbrar genios. Los magistrados no lo saben todo en materia de arte. Se les escapan probabilidades amparadas por el axioma “las ideas están en el aire” y por la Geometría, que alega que dos o más líneas oblicuas de un plano confluyen en un punto del espacio, y que dos o más planos oblicuos coinciden en una línea que funciona como bisagra, y muchas líneas oblicuas que pertenezcan a esos dos o más planos pueden constituir un haz de un número ilimitado de líneas que coincida en un punto de la bisagra: el punto por donde todas esas líneas y planos pasan. Un punto localizado en el espacio, –o en el aire si se prefiere nombrar así–.
Igual que un número infinito de líneas coinciden en planos que comparten un punto, también las palabras coinciden en libros cuyas páginas son planos que se juntan en el lomo que hace de bisagra o charnela, y las letras y las palabras se disponen en renglones paralelos que por ser paralelos no pueden confluir en un punto del lomo o bisagra pero, si fuesen oblicuos, sí cabría esa posibilidad: la posibilidad de que todas las líneas de la página mirasen hacia un mismo punto del lomo. Y si todas las páginas del libro se juntasen por ese punto, girarían sobre él en vez de sobre el lomo; y si todos los renglones siguiesen las líneas oblicuas que coinciden en ese punto central, éste se parecería al centro de una de esas bolas de pelusa que sueltan los álamos en primavera, que se desplazan por el viento y se desvanecen o caen sobre la acera o sobre tierra fértil donde les queda una mínima posibilidad de germinar, una posibilidad remota que se cumple porque los álamos existen y dan fe de ello.
Ahora el lector de citas flota en el aire junto a las pelusas de los álamos. Se siente perdido. Se ha alejado demasiado y tiene que pararse a imaginar cada página del libro de renglones oblicuos que se juntan en un vértice como las varillas de un abanico desplegado. Se imagina el diseño: un libro de varillas oblicuas fijadas en un punto, de páginas en forma de abanico abierto que completan una esfera que se parece a las bolas de pelusa de algunas plantas. Una bola de espín en cuyas púas se sujetan las palabras. Un artefacto literario en toda regla. No el artefacto figurado que mencionan los críticos para referirse a un libro de genero inclasificable. Y el lector de citas recuerda otra vez a Borges que encabezaba sus relatos con citas. Recuerda que la ficción titulada “Pierre Menard autor del Quijote” excepcionalmente empezaba sin cita; al grano. Pierre Menard quería escribir el Quijote palabra por palabra y línea por línea. Sin haberlo leído, sin copiarlo, emprendió una obra literaria más valiente, sutil y ambiciosa que la de Cervantes. Un reto que hubiera resultado menos difícil si Pierre Menard hubiese escrito su Quijote en el artefacto literario que imagina el lector de citas. Porque la dificultad de la empresa se compartiría entre escritor y lector del Quijote a partes iguales. Pierre Menard dispondría las palabras en las varillas: una sola vez cada palabra y en una única varilla del libro. No repetiría ni reordínaría las palabras como en un Quijote de Cervantes. El lector giraría el artefacto literario hasta encontrar la combinación exacta de párrafos, páginas y capítulos. Haría falta lectores avezados. Al gran talento de “Pierre Menard escritor del Quijote” le respondería un no inferior talento del lector de “El Quijote de Pierre Menard”. Esta simbiosis perfecta culminaría la obra. Un equilibrio de talentos frente al amasijo de palabras sin puntuación, aunque este aspecto es menos novedoso para el lector de citas, que sabe que las primeras ediciones del Quijote carecían de puntuación.
 Muy a menudo aparecen citas de Borges o citas que se refieren a Borges. Recientemente el lector de citas encontró:

“–¿Usted sabe quién fue Jorge Luis Borges?
–Sí, ¿no fue el que escribió El Quijote?”
Un profesor y su alumno de filología románica; Universidad “Georgia-Augusta”, Gottingen, Alemania, febrero de 2007
La cita seguía al título “Contribución a un breve diccionario biográfico del expresionismo” de un relato de Patricio Pron que empezaba con la biografía de un poeta alemán empeñado en escribir el Fausto de Goethe del mismo modo (y unos años antes) que Pierre Menard su Quijote. La cita, inventada o real, guía a Pron en la redacción de su “diccionario del expresionismo”; pero el lector de citas no puede imaginar un poeta expresionista escribiendo el Fausto en su artefacto de varillas. Su libro espinoso y esférico se funde mejor con el recuerdo de objetos borgianos, porque en su memoria pesa demasiado el libro de plomo de Anselm Kiefer y otros talabartes neoexpresionistas. Quizá otro día su artefacto será expresionista, ahora no. Ahora está exhausto. Ha leído muchas citas en portadas de libros, en solapas, en colofones, en medio de los capítulos; en la calle, citas pintadas en pancartas, talladas en pedestales, bajo las estatuas, en mármoles de cementerios y en fachadas de edificios; como la grabada en un friso del Casón del Buen Retiro, que ahora le viene a la cabeza y no desea interpretar:

“Todo lo que no es tradición es plagio”
Eugenio d’Òrs