Antes de la interrupción, era la tercera vez que empezaba el
“Libro del desasosiego”. En su día anoté la fecha y el lugar de compra en la
primera página. 29 de julio de 1992, Pamplona. No quité una pequeña pegatina ovalada
distintivo de la librería: “Xalem”. Recuerdo el primer intento: aquel verano de
1992 empecé a leerlo en la piscina por las mañanas. Me costaba seguir el hilo.
Demasiadas interrupciones. La piscina es un club deportivo en el que me
inscribió mi padre desde niño. En agosto los mayores trabajan hasta mediodía y
los niños que han suspendido reciben clases de recuperación, otros disfrutan
en la playa a kilómetros de distancia. Por la mañana puede despistarme algún bikini
tomando el sol y la piel bronceada que no cubre el bikini. Demasiadas
interrupciones no significa muchas interrupciones. Lo mejor de un club poco
frecuentado es su tranquilidad; lo peor, el escaso entretenimiento. Según se
mire –o se quiera mirar, que todos miramos– se
interpretará de distinta manera. Para leer “Libro del desasosiego” tumbado sobre
el césped es preferible poco entretenimiento. Si una arañita con paréntesis
ocres me hace levantar la vista, ¿cómo voy a concentrarme en la lectura rodeado de caderas y demás contornos?
Han pasado 20 años. Recuerdo las interrupciones y las echo
de menos. Conmigo y mi ejemplar de “Libro del desasosiego” había en el recinto bañistas
de mi edad y otras más jóvenes, también mamás primerizas con el bebé, alguna
tía con sobrinito, cuidadoras contratadas a cargo de dos o tres hermanitos; el
resto, y en mayor número, jubilados y jubiladas. Era imposible no escuchar los intercambios de menúes entre jubiladas o esposas de los jubilados; porque ellas no estaban
jubiladas: seguían al pié del cañón y dejaban la comida hecha antes de venirse a
tomar un baño para que la hija, el yerno, los nietos y el marido encontrasen
todo a punto.
–Pues yo hoy les he puesto un bacalao con pimientos, buenísimo.
–Pues yo hoy les he puesto un bacalao con pimientos, buenísimo.
–¿Cómo lo compras, fresco o salado de toda la vida?
–Pues chica, a mi yerno, que es muy raro, no le gusta el
seco y mi hija le pone siempre del fresco; así que ahora
se lo compro en la pescadería del Eroski y sale estupendo, les encanta.
–Pues yo tengo preparadas unas pechugas con ensalada y va
que chuta. Las he dejado ya rebozas, así cuando llegue las frío en un
periquete. Hija, con estos calores no apetece cocinar ni mucho ni poco.
–¡Di que sí!, ¿para qué comer tanto?, nosotros con el
bacalao tenemos bastante; eso sí, también pondré un tomate del pueblo cortadico
en rodajas con aceite, vinagre y ajos, sin más, que es como les
gusta, ¡si vieras qué tomates nos han salido en la huerta!, ¡mañana te traigo
unos para que los pruebes!
En este punto, el desasosiego de Pessoa, o el de su “semiheterónimo” Bernardo Soares, o el de quien quiera que estuviese desasosegado, quedaba eclipsado por el ruido de mis tripas y el trajín de jugos gástricos.
En este punto, el desasosiego de Pessoa, o el de su “semiheterónimo” Bernardo Soares, o el de quien quiera que estuviese desasosegado, quedaba eclipsado por el ruido de mis tripas y el trajín de jugos gástricos.
Ahora debería aclarar que estás interrupciones no son las
que, como he expresado arriba, hecho de menos; estas podría revivirlas llegando por la mañana con el viejo volumen de “Libro
del desasosiego” y apostándome en el lugar propicio para ser interrumpido.
Hecho de menos las irrecuperables. Había señores que completaban un ancho a
estilo braza marinera, salían del agua y se acercaban por separado –juntos no,cada uno había
establecido su hora de baño particular– a preguntarme por el arte, por la
pintura o, más concretamente, por la escultura; esta precisión dependía de las
conversaciones que hubieran mantenido con mi padre, de su amistad con él: ¿Hasta
cuándo te quedas?, ¿cuándo vuelves a París?, ¡qué bien se vive a tu edad!, ¿qué
tal marcha la moto?, yo tuve una Sanglas, ¿sabes?, me la compré después de mi
primer ascenso, antes tenía una vespa. Me hablaban de pie, con el calzón de
baño chorreando; yo dejaba el “Libro del desasosiego” sobre el césped junto a
la toalla, apartado para que no le salpicara el agua, me levantaba para
saludarles, por supuesto, y en alguno observaba una línea de vigotillo Errol Flynn,
recta y canosa sobre la sonrisa en la que podía brillar el engarce metálico de
un puente dental, o un premolar de oro. He visto en Imágenes de Google que Pessoa
lucía un bigotito triangular más antiguo todavía; en pocas fotos sonríe, en
ninguna enseña dentadura.
Mi padre, que también nadaba a su hora, era más cuidadoso al
interrumpir mi lectura: ¿Qué haces?; ya ves, leo a
la sombra; el agua está muy buena, ¿no te bañas?; ya me he bañado; ¿vendrás a
comer a casa?; sí, antes me daré otro baño; yo me marcho ya; ¿tan pronto?, si
acabas de llegar; daré una vuelta hasta que me seque y vale; ¿por qué no traes
una toalla?; ¿para qué?, me seco al aire; pero te vas quemar, mira que este sol
no es como el de antes; qué va, ¡qué me voy a quemar!; tampoco traes chancletas,
puedes coger hongos; ¡anda ya!, hongos, ¿qué hongos?, si todo está lleno de
cloro; como quieras; entonces, ¿cuándo vendrás a comer?; luego.
Y, más blanco aún que yo, mi padre se paseaba al sol sin
quemarse, saludaba a otros socios hasta que se secaba; con una sonrisa
impecable, sin metales ni empastes de ningún tipo en esa dentadura sana como la
que he heredado; su simpatía no, su simpatía natural se quedo en su genética. Yo
nunca le vi con bigote.
Los amigos de mi padre llevaban el traje de baño en una
bolsita, con un peine y nada más; iban a la piscina sin toalla ni chancletas;
nadaban al estilo que aprendieron en el río o en el mar de su pueblo, sin
cursillos de natación; y se secaban al aire. Hecho de menos sus interrupciones. No las puedo recuperar porque mi padre y sus amigos no van a la piscina, los
borraron, ya no son socios; es lo que pasa cuando te mueres, está escrito en la
normativa interna del club y hay que acatarla.