Hoy he leído un artículo sobre los efectos relajantes de la
música por una liberación de endorfinas que se produce en el espectador cuando se anticipa a una nota de la partitura. El artículo se refería a la música con melodía; no decía
nada de la liberación de endorfinas escuchando música atonal, ni dodecafónica.
Entre líneas he entendido que pinto cuadraditos verdes con variaciones cromáticas
y tonales en sucesiones más o menos armónicas. Improviso y, cuando el efecto
del color es el esperado, mi cerebro libera endorfinas. No sé cual es el efecto
esperado, mi deseo pulula en un orbe abstracto sugerido por los cuadraditos
contiguos. No es pintura dodecafónica, ni atonal, ni mucho menos contemporánea. Nada
novedosa: mi incertidumbre es de baja intensidad; pero una incertidumbre
acotada en un papel también es incertidumbre. Siempre envidié la incertidumbre
de los pintores. Incertidumbre en el meollo del trabajo, sin rodeos y al grano.
O, por lo menos, yo creía que sabían por dónde buscar su incertidumbre: en el
cuadro, delante de las narices o debajo si hacían dripings. Nunca entiendo a
los pintores cuando hablan de su pintura o la de otros, así que, seguramente, mis
amigos pintores rebatirán esta opinión sobre la incertidumbre. Dirán que la
suya más extensa, mucho más, y que me pasa como a todos: que veo mayores mis
problemas que los ajenos.
Alguien propondrá que también hay pintores certeros,
sin incertidumbres. Puede ser. Yo con esos no hablo.
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