sábado, 30 de junio de 2012

Duelistas





Buscaba un papel blanco en la planera y encontré estos viejos violinistas-esgrimistas de 1989 o 1990 garabateados en la esquina de un pliego arrugado. Una semana más tarde vi la película de Ridley Scott en la filmoteca. Ahora son duelistas. Es más propio. Todavía no he leído el cuento de Conrad.

viernes, 29 de junio de 2012

Cuadraditos


Ahora pinto cuadraditos verdes. Es un acto acompasado, rítmico; no tanto como respirar, pero el tiempo cuenta. Pintura a la acuarela sobre papel de 50 x 70 cm. Cuadraditos de 7 mm de lado, medida aproximada; unos salen más pequeños y otros más grandes: esta irregularidad obliga a algunos a estirarse o estrecharse, a no ser cuadrados para encajarse en la matriz. Es bastante laborioso, no llego a pintar 100 al día; no sé, creo que tampoco consigo ni 10 cuadraditos a la hora. La matriz es de 47 x 71 cuadraditos que puedo llamar muestras. Muestras de color verde. Si todo va bien, al final saldrán 3337 muestras, cuadraditos o patrones. Una majadería, lo sé, aunque no es arte outsider todavía, no es pintura compulsiva: yo me concentro, comparo los colores que obtengo en la paleta y los pruebo sobre otro papel antes de colocarlo en la matriz que no está previamente trazada: la matriz se crea conforme añado cuadraditos. Hasta ahora sólo he completado tres de los cuatro lados exteriores, dos filas y una columna de la matriz rectangular, y he dejado espacios sin pintar, en blanco, formando un damero que colorearé más adelante pero que me permite contar el número total de espacios. No es el modo más creativo de ocupar mi tiempo, pero ocupo mi tiempo, lo cuento y cobro conciencia de él.
Llevo años afirmando que soy artista pero no termino nada. Como un charlatán. Ya hay bastante charlatanería hoy. Se dan cursillos, se habla de una crisis y nos enseñan a superarla. Pero los charlatanes no entran en crisis; enseñan la teoría de algo que nunca prueban, lo que saben es quejarse o alentar a no quejarse según el programa del cursillo. Sí, es tiempo de charlatanes. Yo no quiero ser charlatán: pinto cuadraditos uno a uno. Voy al estudio, ahora sé que hacer, ocupo mi tiempo, lo cuento y pierdo la cuenta porque me entretengo buscando el matiz adecuado. Todavía no he logrado calcular cuánto me costará terminar esta acuarela si todo sale bien, si no derramo agua sucia de limpiar el pincel sobre el papel sin pintar, si una gotera del techo no me la arruina antes –porque en mi estudio aparecen goteras traicioneras– o si me equivoco y no consigo encajar las 47 columnas con las 741filas de la matriz –lo que sería un mal menor–.
Hay quienes roban mi tiempo de pintar cuadraditos. Y les odio. Hoy ha llegado un operario de la mancomunidad de aguas a cambiar el contador. Venían llamando una semana, quedamos para ayer, ayer llamaron, no podían venir, hemos quedado hoy a las 11 de la mañana, a las 10 me telefonea el operario, le será imposible llegar a las 11 y quiere quedar a la 13, 30, por su interrupción he perdido un tiempo valioso, en vez de hablar con él, podría haber terminado un cuadradito o al menos haber obtenido la mezcla del color apropiado. Cuando por fin ha llegado, el individuo no ha encontrado una llave para cortar el agua e instalar el nuevo contador, no le gusta la antigua llave general y en forma de flor que ve en una columna del estudio y exige que un fontanero instale otra llave de paso delante del contador. Él volverá cuando todo esté en orden, como un señor, y colocará el nuevo contador. Le explico que es un local alquilado y llamo al dueño al que pregunto por otra llave de paso, dice que no hay otra, claro, ya lo sabía; le explico la reclamación del individuo de la mancomunidad de aguas y se hace le sueco, me dice que se va de viaje, que ya hablaremos, que han cambiado el contador otras veces y nunca han dado problemas, que este operario debe de ser un zarpas y que no me preocupe. Cuelgo y me preocupo, ¡vaya si me preocupo!; entre los dos imbéciles me han hecho perder el tiempo de seis cuadraditos por lo menos.

Ni la ilustración es de la acuarela referida ni ese soy yo, no se confundan. Esta acuarela es otra más pequeña y el vaciado en escayola de mi congénere es cortesía de Ana G., que obtuvo varias copias y me regaló una en 2003.

sábado, 23 de junio de 2012


–¡No puede ser –exclamé. ¡¿Así que este maravilloso poema no es más que una funda en cuyo interior pululan unas cerdas, olés y ayes?! ¡¿Y si usted pone en su máquina los más notables monumentos de literatura, las más elevadas obras del genio humano, poemas inmortales, sagas, obtendrá balbuceos inarticulados?!
–Es que son balbuceos –contestó fríamente el capitán–. Unos balbuceos de diversión. El arte, la literatura, ¿sabe usted para qué sirven? Para desviar la atención.
–¿De qué?
–¿No lo sabe?
–No…
–Muy mal. Debería saberlo. En este caso, ¿qué hace usted aquí?
No contesté. Con la cara rígida, tensa como la piel de un tambor, dijo en voz baja:
–Un cifrado traducido sigue siendo cifrado. El ojo de un profesional lo despoja de un camuflaje tras otro. Es inagotable. No tiene límites ni fondo. Se puede ir atravesando sus estratos, cada vez más inaccesibles, más profundos, pero es un viaje sin término.

STANISLAW LEM
MEMORIAS ENCONTRADAS EN UNA BAÑERA”. Página 85

Traducción de Jadwinga Maurizio
Stanislaw Lem, 1961
Edhasa, 1987


miércoles, 6 de junio de 2012

El prisionero en la caja de zapatos del número 43


Se presentó a la hora de comer. Yo estuve por la mañana en el mercado de domingo que algunos llaman Rastro aunque en mi ciudad no hay Rastro, lo que hay es un mercado de puestos ambulantes donde venden verduras, carne, embutidos, artículos de ferretería barata, zapatos chinos, medias y calcetines blancos con la rayita roja y azul; en fin, un mercado en la calle como el de cualquier localidad europea. Compré una lechuga y, al mediodía, arranqué unas hojas para la ensalada y las lavé bajo el grifo del fregadero. Entonces le vi acurrucado contra el cogollo verde esmeralda. Se mostró tímido al principio. Es natural. A mí también me cuestan esfuerzo las presentaciones. Con las hojas de lechuga limpia y escurrida preparé un lecho en el fondo de una caja de zapatos. Así, apartado en un rincón de mi cocina, acomodé al limaco ocre y brillante: mi nuevo animal de compañía.
Se acostumbró pronto a mi presencia. Todos los días le cambiaba la lechuga y limpiaba la caja. Tomó confianza, parecía feliz. Levantaba los cuernos, se estiraba, alzaba la cabeza y corría por encima de las lechugas limpias y sobre el suelo de cartón de su caja. Mi limaco veloz recorría los 35 cm del largo de la caja en pocos minutos. Su piel húmeda y ambarina refulgía. Obtendría un premio en cualquier concurso de mascotas. Pero no soy tan cruel, nunca sometería mi limaco a las denigrantes pruebas de un concurso de belleza de mascotas.
Una tarde vi cómo se incorporaba, levantaba en el aire dos terceras partes de su cuerpo y estiraba los cuernos más que nunca ante mí, cuatro largos alfileres con cabecitas de bola los ojos que seguían mi movimiento. Porque el limaco me observaba, no había duda. Salí de la cocina, revolví en mi escritorio, encontré una lupa cuenta hilos de 10 aumentos y regresé. Acerqué la lupa a los ojos uno a uno, en cada esfera vidriosa se movía un punto negro que no supe distinguir si era iris o pupila, porque ni mis conocimientos de zoología ni los 10 aumentos de la lupa eran suficientes. Lo que sí percibí, dentro de esos cuatro puntos negros, fue el brillo líquido de su odio. Y sentí vértigo. Me asomaba a una verdad insondable, invertebrada y hermafrodita.
Después de aquella tarde no volví a verle los ojos. No pude. El limaco no estiró más los cuernos. Permanecía arrugado y escondido debajo de las lechugas. Le cambiaba las hojas, que se pudrían sin que probara bocado. Renové el menú. Le ofrecí hojas de espinacas, de borraja, de acelga. El limaco las rechazaba. Adelgazó. Se consumía. El ocre ambarino se tornó a pardo, la piel perdió lustre. Cuando probé a rociarle con agua tibia, se retorció lentamente y desapareció detrás de una hoja hasta el día siguiente, sin despedirse y bastante molesto, me temo.
Pasaron días. Una mañana de verano aparté las hojas de lechuga y hortalizas variadas y no lo vi. Se había ido. Pese a su debilidad y para mi sorpresa, el limaco había salvado las paredes de su caja de cartón, se había deslizado desde la encimera hasta el suelo de la cocina, por la pared había ganado la altura de la ventana abierta para que entrara el fresco nocturno y, desde el alfeizar, había dado un intrépido salto al jardín, tres pisos más abajo. No era descabellado. No tenía huesos que romper y la brisa ayudaría a que el cuerpo liviano cayese sobre el césped sin impacto que dañase órganos internos. Por fin mi limaco alcanzó la libertad, disfrutaba de la hierba y el rocío de la mañana. Me alegré por él.
¿Por qué miré detrás del frigorífico?, quizás porque era el mejor atajo de la encimera a la ventana. Estaba allí. Apenas reconocible. Una costra oscura y reseca. Si nosotros somos un 60 por ciento de agua, un limaco debe de ser el 90, por lo menos. Toda su agua se había evaporado y el cadáver era un cuero diminuto que barrí con la escoba hacia el recogedor de plástico azul y tiré en el compartimento de orgánicos de mi basura. Con la caja no fui tan decidido: dudé entre papel y orgánicos. Al final, aplasté la caja con las hojas de verduras dentro, la doblé y la eché igualmente con los restos orgánicos.