miércoles, 6 de junio de 2012

El prisionero en la caja de zapatos del número 43


Se presentó a la hora de comer. Yo estuve por la mañana en el mercado de domingo que algunos llaman Rastro aunque en mi ciudad no hay Rastro, lo que hay es un mercado de puestos ambulantes donde venden verduras, carne, embutidos, artículos de ferretería barata, zapatos chinos, medias y calcetines blancos con la rayita roja y azul; en fin, un mercado en la calle como el de cualquier localidad europea. Compré una lechuga y, al mediodía, arranqué unas hojas para la ensalada y las lavé bajo el grifo del fregadero. Entonces le vi acurrucado contra el cogollo verde esmeralda. Se mostró tímido al principio. Es natural. A mí también me cuestan esfuerzo las presentaciones. Con las hojas de lechuga limpia y escurrida preparé un lecho en el fondo de una caja de zapatos. Así, apartado en un rincón de mi cocina, acomodé al limaco ocre y brillante: mi nuevo animal de compañía.
Se acostumbró pronto a mi presencia. Todos los días le cambiaba la lechuga y limpiaba la caja. Tomó confianza, parecía feliz. Levantaba los cuernos, se estiraba, alzaba la cabeza y corría por encima de las lechugas limpias y sobre el suelo de cartón de su caja. Mi limaco veloz recorría los 35 cm del largo de la caja en pocos minutos. Su piel húmeda y ambarina refulgía. Obtendría un premio en cualquier concurso de mascotas. Pero no soy tan cruel, nunca sometería mi limaco a las denigrantes pruebas de un concurso de belleza de mascotas.
Una tarde vi cómo se incorporaba, levantaba en el aire dos terceras partes de su cuerpo y estiraba los cuernos más que nunca ante mí, cuatro largos alfileres con cabecitas de bola los ojos que seguían mi movimiento. Porque el limaco me observaba, no había duda. Salí de la cocina, revolví en mi escritorio, encontré una lupa cuenta hilos de 10 aumentos y regresé. Acerqué la lupa a los ojos uno a uno, en cada esfera vidriosa se movía un punto negro que no supe distinguir si era iris o pupila, porque ni mis conocimientos de zoología ni los 10 aumentos de la lupa eran suficientes. Lo que sí percibí, dentro de esos cuatro puntos negros, fue el brillo líquido de su odio. Y sentí vértigo. Me asomaba a una verdad insondable, invertebrada y hermafrodita.
Después de aquella tarde no volví a verle los ojos. No pude. El limaco no estiró más los cuernos. Permanecía arrugado y escondido debajo de las lechugas. Le cambiaba las hojas, que se pudrían sin que probara bocado. Renové el menú. Le ofrecí hojas de espinacas, de borraja, de acelga. El limaco las rechazaba. Adelgazó. Se consumía. El ocre ambarino se tornó a pardo, la piel perdió lustre. Cuando probé a rociarle con agua tibia, se retorció lentamente y desapareció detrás de una hoja hasta el día siguiente, sin despedirse y bastante molesto, me temo.
Pasaron días. Una mañana de verano aparté las hojas de lechuga y hortalizas variadas y no lo vi. Se había ido. Pese a su debilidad y para mi sorpresa, el limaco había salvado las paredes de su caja de cartón, se había deslizado desde la encimera hasta el suelo de la cocina, por la pared había ganado la altura de la ventana abierta para que entrara el fresco nocturno y, desde el alfeizar, había dado un intrépido salto al jardín, tres pisos más abajo. No era descabellado. No tenía huesos que romper y la brisa ayudaría a que el cuerpo liviano cayese sobre el césped sin impacto que dañase órganos internos. Por fin mi limaco alcanzó la libertad, disfrutaba de la hierba y el rocío de la mañana. Me alegré por él.
¿Por qué miré detrás del frigorífico?, quizás porque era el mejor atajo de la encimera a la ventana. Estaba allí. Apenas reconocible. Una costra oscura y reseca. Si nosotros somos un 60 por ciento de agua, un limaco debe de ser el 90, por lo menos. Toda su agua se había evaporado y el cadáver era un cuero diminuto que barrí con la escoba hacia el recogedor de plástico azul y tiré en el compartimento de orgánicos de mi basura. Con la caja no fui tan decidido: dudé entre papel y orgánicos. Al final, aplasté la caja con las hojas de verduras dentro, la doblé y la eché igualmente con los restos orgánicos.


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