viernes, 13 de noviembre de 2015

“El tiempo se ha vuelto triste porque, en otro tiempo, una marioneta fue melancólica”

Buscaba una posición: de medio lado, boca a bajo, decúbito supino. Le faltaba aire. Apartó el edredón y se sentó en la cama. Empezó a respirar mejor. Volvió a acostarse y la respiración se aceleró de nuevo. Más sensación de asfixia. Encendió la luz, pasaban de las tres. Tenía una cita con la doctora a las 8:15 y necesitaba dormir, le quedaban pocas horas de sueño. En el cajón de la mesilla encontró un blister estrujado con un Trankimazin y medio. De sobra, la ansiedad no era aguda. Se tomó el medio y apagó la luz. Intentó dormir, no pensar y respirar. Lo sabía: no es fácil respirar sin pensar en respirar cuando el aire no es suficiente. Se sentó de nuevo en la cama. Se levantó y abrió la puerta para que entrase aire del pasillo. Tomó otro medio Trankimazin y se tumbó sobre el costado izquierdo a esperar el efecto. Un trankimazin entero tenía que hacer efecto, casi seguro. No estaba cómodo sobre ese costado pero no movería un dedo hasta sentir el calor del ansiolítico subir por las piernas. Ya se olvidaba de respirar cuando en sus párpados cerrados se proyectaron las ruinas de Palmira que el Estado Islámico acababa de dinamitar y borrar del mapa para siempre, y entre las ruinas, las alas del ángel que Jacob Epstein dejó esculpidas en el cementerio Père-Lachese. Advirtió la anacronía, la discordancia geográfica, y que por fin se estaba durmiendo. Esto retrasó unos instantes su definitiva caída en el sueño.

Por la mañana la doctora preguntaba y leía en la pantalla del ordenador. Todo iba bien, mucho mejor. Veo que has dejado los analgésicos hace tiempo, que no los pides y ya no aparecen en la receta electrónica, también has dejado el ansiolítico. El ansiolítico no, por favor, lo necesito, por lo menos esta noche lo he necesitado. ¿Estas preocupado por algo? No sé. Te lo pongo de nuevo, un Trankimazin cada dos días, ¿te parece bien?, y también un analgésico, el Nolotil, por si acaso. La doctora le aconsejó actualizar las recetas ese mismo día en la farmacia para que no se borrasen de su tarjeta sanitaria, y se verían dentro de un mes.

No sabía qué le preocupaba, era cierto. ¿Cual sería el motivo de su ansiedad nocturna? Había vuelto al café después del desayuno, pero un café con leche cada mañana no era para tanto. Lo dejaría, pediría descafeinado de todos modos. Debería corregir otros hábitos. No estar siempre atento a conversaciones ajenas, por ejemplo. Ahí podía encontrarse el principio de su desazón. En lo que dijo Vivian a Cyril. Se esforzó en comprender lo que Vivian dijo a Cyril. Que el arte es independiente de la naturaleza, es la naturaleza la que sigue al arte, el arte inspira a la realidad, entendió que Vivian despotricaba contra los realistas, no hacía falta documentar los hechos como un secretario, había que limpiar el arte de datos tediosos, “sólo son bellas las cosas que no nos incumben”.

No tenía más excusa para eludir la obligación de escribir una sátira sobre el arte moderno y español que su propia pereza, otra vez la pereza. Más experiencia y más vida social eran innecesarias, sólo aportarían datos superfluos. Debía inventárselo todo. Aunque no estaba seguro de si las sátiras serían algo fastidiosamente realista para Oscar Wilde hasta que, en la sala de espera de la doctora, había avanzado más páginas de “La decadencia de la mentira”. El pequeño ensayo de Oscar Wilde editado en la colección “Cuadernos del Acantilado” cabía en un bolsillo de su chaqueta sahariana. Y, en la sala de espera de la doctora, leyó el párrafo en el que Vivian se lamenta porque el novelista Henry James “desperdicia en temas menores y en ‘puntos de vista’ insignificantes su exquisito estilo literario, sus frases felices y su cáustica sátira”. Así que Oscar Wilde no rechazaría una sátira cuyo estilo se impusiera al dato, una buena sátira podría relegar los hechos a un lugar secundario. Una sátira podía liberarse del realismo para acogerse al “gran secreto de las manifestaciones artísticas, el secreto de que la Verdad es total y absolutamente una cuestión de estilo”, decía Vivian a Cyril.

Los dos hijos de Oscar Wilde se llamaban Cyril y Vivian. En 1889, el año en que escribió “La decadencia de la mentira”, el hijo mayor de Oscar Wilde, Cyril, cumplía cuatro años de edad y el hijo menor, Vivian, tres. “La decadencia de la mentira” está redactada como una conversación entre los amigos Cyril y Vivian: dos hombres jóvenes, más joven Vivian que Cyril. ¿Era un reflejo del arte en la vida familiar del artista? Costaba entender aquello de que la vida es un reflejo del arte y no al revés. Según esto, los niños, hijos del autor, serían el reflejo de los jóvenes amigos del diálogo. El futuro (ya pasado) de estos niños aportaría alguna luz.

Él había leído en algún sitio que, de los ensayos reunidos en 1891 bajo el título “Intenciones”, los más recordados son los que adoptaron forma de diálogo: “El crítico como artista” y “La decadencia de la mentira”; y que, por las ideas expresadas en ambos, alguien, no se acordaba quien, etiquetaba a Oscar Wilde como Esteticista finisecular. Una etiqueta demasiado restrictiva para dejar cosida en la indumentaria del dandy irlandés. Se imaginaba a Oscar Wilde revolviéndose en la tumba. También suponía que, desde su tumba, Oscar Wilde se reiría de los que interpretaban sus ensayos a pies juntillas, literalmente, como él mismo estaba haciendo en estos momentos. Pero lo más probable era que Oscar Wilde ni riese ni se revolviera en la tumba. Él había recorrido muchas veces el Boulevard de Ménilmontand y, frente de la puerta del cementerio Père-Lachese, no había entrado; nunca había visto la tumba de Oscar Wilde, la tumba sobre la que vuela el ángel de piedra y con testículos que talló Jacob Espstein. A él le gustan las primeras esculturas de Jacob Epstein, las anteriores a la Primera Guerra Mundial. Esculturas de talla directa, en piedra. Al terminar la guerra Jacob Epstein olvidó el vorticismo y sus experimentos de juventud. Justo terminó la fantástica escultura “Rock Drill”. La palabra fantástica le caía bien aunque se tratase de un obrero de yeso montado en un taladro neumático que no era la representación de un taladro, sino una máquina perforadora sacada de alguna cantera. Jacob Epstein abandonó el vorticismo tras amputar las piernas y un brazo del obrero y eliminar el taladro. Desde entonces Rock Drill es un torso mutilado, como una escultura clásica griega y futurista a la vez; futurista por lo parecido del vorticismo al futurismo, y más futurista aún por el parentesco de Rock Drill con los droides de batalla B1 de los ejércitos de la Federación de Comercio de la Guerra de las Galaxias. Los droides de batalla B1 que aparecieron en la cuarta película, “Star Wars: Episodio I - La amenaza fantasma”, son muy parecidos, en parte calcados, a Rock Drill. Era una de sus esculturas favoritas, le gustaba tanto o más que el caballo de Duchamp-Villon. Pero no recordaba ninguna escultura de Epstein posterior a la guerra que le gustase. El escultor inglés se dedicó a modelar retratos en arcilla para fundir en bronce. Unos modelados que a él le repulsaban; sería por culpa de la técnica, porque la diferencia entre tallar y modelar abría un abismo entre las duras aristas de las tallas anteriores a 1916 y la textura empalagosa y pastelera de los modelados posteriores. Si algún retrato se parecía al retratado, o reflejaba su sicología, de ahí no pasaba. En cambio, Rock Drill iba más allá de las opiniones vertidas por Vivian en “La decadencia de la mentira”: la vida es el espejo del arte y no al revés: el arte no debe ser un reflejo de la vida. Rock Drill cumplió y superó estas recomendaciones cuando una lejana galaxia, comercializada por George Lukas en 1999, se reflejó en esta escultura de Epstein. Claro que un androide diseñado por los colaboradores de George Lucas es más ficción que vida, pero él nunca entendió del todo las palabras de Vivian, le costaba distinguir entre reflejo y realidad; y, si encontraba dos espejos, los enfrentaba para ilusionarse con una quimérica percepción del infinito.


Jacob Epstein delante de la tumba de Oscar Wilde. Rock Drill antes de la Primera Guerra Mundial. Vaciado en bronce de Rock Drill después de la Primera Guerra Mundial. Droides de Batalla B1

domingo, 18 de octubre de 2015

Hacía falta

Hacía falta esa novela satírica centrada en nuestro arte visual contemporáneo y español. A él le hubiera gustado intentarlo, le hubiera gustado superar al mono de Monterroso. Pero no podía llegar ni a la primera frase porque nunca fue aceptado en la selva. No podía redactar páginas satíricas sobre urracas que no le habían invitado a su mesa, tampoco le invitaron las serpientes ni los ratones ni las gallinas –ni las estrellas ni las flores variadas ni las olivas ni los castros o castillos ni ningún otro anfitrión de nuestro arte español–. No podía escribir al detalle sobre nadie. Cierto es que nada le impedía inventarse todo, pero así no se escriben buenas sátiras, necesitaba un fundamento sólido. Él sólo había divisado una nebulosa lejana que le pronosticaba algo; él había escuchado estupideces, injurias, resentimientos, estulticias y yoísmos, muchos yoísmos; le faltaban frases precisas, le faltaba nitidez: una sátira borrosa es menos sátira, hay que apuntar al detalle. Al grano. Si alguna vez estuvo cerca, ya se había olvidado; su resentimiento era vago y general. Porque sí, había que estar un poquito resentido, y a él ya no le importaba el arte español, por eso –lo pensaba ahora mejor– los anfitriones del arte patrio no se merecían ni una línea; si hacía falta escribir algo, satírico o no, sería sobre el arte de fuera de nuestras fronteras; y probablemente alguien ya hubiese escrito esta novela extranjera; aunque él no podía saberlo, no llegó ni a oler los entresijos del arte internacional. Y no era pereza, podía dormir tranquilo, sencillamente, no era de su incumbencia.