sábado, 21 de enero de 2012

ANTIPASTI



1

Madrid. En la barra de un bar. Después de la inauguración de una exposición en un espacio cultural independiente.

–Así que estuviste en Venecia. La Bienal mal, ¿verdad? –quien me habla es Uno, socio fundador y coordinador del espacio cultural independiente.
–No sé, no entiendo mucho. A mí me pareció normal, una bienal más, me perdí la anterior pero esta no me ha parecido peor que otras. Veía cosas me gustaban.
–La anterior estuvo mejor –responde Uno sin mirarme y se larga con una copa de vino blanco australiano sin alcohol hacia la mesa donde se sientan otros socios culturales.
–Pues yo también vi cosas que me gustaron, el pabellón de Suiza me gustó mucho y el de Austria estaba muy bien: esos retratos con prótesis y accesorios. A Uno no le gustó nada, pero es que no sé qué buscaba –ahora me habla Dos, socia de Uno, mientras esperamos en la barra las copas de rioja que hemos pedido.
–Aparte de los países en los Giardini, en el Arsenale había muy buenas piezas: el León de Oro de esta edición, The Clock de Christian Marclays, por ejemplo –le digo.
–Es que no pudimos salir fuera de los Giardini en toda la semana, y no vi más, ¿pero, una película de 24 horas que es un reloj, no es demasiado simple?
–Bueno, dicho así te sonará simple; ya sabes que algunas películas es mejor verlas que contarlas, o viceversa.
–Puede ser.
Imaginé que Uno y Dos colaboraron con el pabellón español, pero no pregunté si Uno encontró tiempo para ver algo fuera de los Giardini. Me quedé con la duda. Una duda importante que definiría esa actitud crítica y terminante. No es lo mismo mandar al carajo, sin llegar al final, una película o una novela firmada por un único autor que una exposición de más de 70 artistas invitados por la comisaria y de otros cientos de colaboradores por países. ¿Criticaría Uno la labor de la comisaria de la Bienal?


2

A mi regreso de Venecia. En mi casa. Llamo por teléfono a un amigo para felicitarle su cumpleaños.

–Felicidades, con un día de retraso. Ayer pasé todo el día de viaje, primero en avión y luego en coche conduciendo desde Barcelona hasta casa y no pude llamarte, ya lo siento. Sí, en Venecia, a ver la Bienal. No, ¡qué va!, salimos de Barcelona, no había vuelos de Bilbao. Los de Zaragoza tampoco van a Venecia. No, porque me decidí dos días antes de salir, así que de vuelos baratos nada, pero bien. ¿Aburrida la Bienal? No, no me pareció aburrida, no entiendo esto que dices sobre lo aburrida que resulta porque en cada edición se repiten los mismos espacios y recorridos, ya sé que tú eres más de Kassel y su Documenta, ¿es que allí no repiten los espacios expositivos? Bueno sí, son los mismos escenarios en todas las ediciones y alguno más porque se amplía cada año y esta vez han ocupado unas garitas al final del Arsenale súper cutres donde nuestro representante, ¿cómo se llama?…, ¡joder, ahora no me viene el nombre! ¿Idiazabal?…, no. Mendizabal... Mendizabal, sí. Mendizabal instaló un proyector de diapositivas en plan un rollo antropológico vascuence y desenfocado al que no me detuve porque estaba tan empachado de arte que me salía por las orejas lo que me entraba por los ojos. Pues la Bienal y los pabellones y lo de los de países como siempre… a mí me mola ir, necesitaba airearme, llevaba demasiado tiempo aquí, viendo arte local con mi boina enroscada y pegada con Loctite. Tenía que salir un poco a hacer turismo cultural, que es lo que dice Castro Flórez que hacemos los visitantes de las bienales de Venecia porque el Arte del bueno de verdad de la Hostia con mayúsculas debe moverse por otros circuitos, ya ves tú. Por cierto, que él también participaba de curator en el Pabellón de Chile. Sí, sí, lo de Chile estaba muy bien, seguro, y quiero ser corporativista, ya está bien de ponernos a caldo entre artistas, para eso sobran críticos que largan mucho y luego programan una exposición que parece un capítulo de “Al filo de lo imposible” con gestas nacionales y todo. “Al filo de lo imposible” tiene su mérito, lo reconozco, pero lo veo poco o más bien nada porque no aguanto su voz en off. Sí eso sí, los vinos cojonudos. ¡Tendrías que ver la prosopopeya se gastan con el vino en ciertos bares venecianos! Bastante caros sí, copas de cuatro y cinco euros, pero ya te digo: probé unos muy buenos, y aquí, si pides algo especial, ya te cobran tres euros copa. Los venecianos cuatro, no es para tanto; sabes cómo se sobran. Siempre puedes pedir Prosecco que es barato. Pero lo mejor: un Spritz después de la Bienal, en la misma Via Garibaldi, descansando la vista y el cerebelo. Y después, otro Spritz.


3

En un bar cafetería que encontraremos si nos situamos enfrente de la fachada del Ayuntamiento y miramos a nuestra derecha. Esta indicación es tan precisa como innecesaria ya que se trata del único bar cafetería de la plaza y sólo podríamos confundirlo con el otro establecimiento hostelero que es una pizzería situada en la cara opuesta a la fachada consistorial. Y sabemos distinguir perfectamente una pizzería italiana de un bar cafetería frecuentado por funcionarios municipales.

T. viene a mi ciudad. “Llegaré en autobús. ¿Tomamos un café a las 11,30?”. No he leído el SMS. Había demasiado ruido en la cafetería donde desayuno mi primer –y único– café del día. No he sentido la señal de aviso. A las 12 me ha llamado. Estaba en la plaza del ayuntamiento. Quedamos en un cuarto de hora en una cafetería de la misma plaza. Me dirijo allí andando. Cuando llego se está terminando un té. En la mesa veo una taza con poco líquido y un platillo con un colador esférico que puede abrirse en dos hemisferios para encerrar las hierbas secas para infusiones. Un té verde en este caso. Pido un café con leche. Un segundo café que me pondrá nervioso. Templado por favor. Sé por Facebook que ha pasado un mes en Nueva York ¿Qué tal en Nueva York?, le pregunto. Me enseña la cámara de fotos que compró. Una Canon G12 que le recomendaron sus amigos fotógrafos. Todos llevan una. Es discreta y versátil. Las fotos que colgó en Facebook las hizo con ella. En Nueva York son más baratas. Me explica alguna diferencia con el modelo más reciente. No entiendo bien. Luego habla de Willem de Kooning. “Espectacular” o “impresionante”. No recuerdo la palabra exacta. Mi amigo lleva años haciendo videos y ahora celebra el gusto que ha sentido por la pintura. Mucha pintura y bien puesta. Hay una retrospectiva en el MOMA. “de Kooning: a retrospective”, hasta el 9 de enero de 2012. También ha visto a Cattelan en el Guggenheim. No he oído bien. ¿Que Maurizio Cattelan deja el arte? Eso dice. A los 51 años. Se retira a la edad de los toreros. Nos reímos. Me cuenta que Cattelan ha colgado todas sus piezas desde la claraboya central del edificio. Cuando el espectador baja por el corredor helicoidal, ve las piezas suspendidas de unas cuerdas por el hueco de esta rampa que configura y conecta las salas de exposición. A mí me gustaría verlo. A Frank Lloyd Wright también, supongo. Todas sus piezas desde 1989. Con Juan Pablo II, el meteorito y Hitler. Todos colgados. Me pregunto si también ha colgado al galerista Massimo de Carlo en persona. Pero imagino que no, que éste tuvo bastante con el episodio que le dejó pegado con cinta americana a la pared. ¿El galerista de Cattelan ya no es pieza? Pues el mío sí, pienso. El mío es “buena pieza” y sinvergüenza. Sobre todo sinvergüenza. El segundo café ha hecho su efecto y acordarme del galerista ha potenciado mi crispación de nervios. No digo nada. No amargo a mi amigo con un problema que conoce de sobra. Todos saben que soy memo. Que mi galerista me debe una fortuna desde mucho antes de la crisis. Cobró mi parte y la suya. Se gastó mi porcentaje. El acordado 50 por ciento de cada venta le parecía poco. Prefería el cien por cien. Y ahora está en crisis. Un modelo de galerista español aunque vota al PNV por intereses comerciales. Un modelo que muchos han seguido porque es pionero en lo del “pago aplazado”: aplazado a perpetuidad, sin fechas de compromiso y, en definitiva, sin pago: “Buena pieza”, sí señor. Vuelvo a la conversación. De la instalación en el Guggenheim pasamos a Venecia. No coincidimos en el viaje a la Bienal. Él fue con su chica y dos amigos más en agosto. Yo no pude unirme al grupo. Fui con otro amigo en octubre. Lo pasamos genial, me dice, te hubieses divertido. Es cierto. Las macro exposiciones en grupo son más llevaderas. Lo que a uno le atrae lo comenta con los otros. Se escapan menos cosas. Antes, el ritmo era un problema: los de vista lenta quedaban atrás y se perdían; los de vista rápida terminaban antes, buscaban el bar, y también se perdían. Con telefonía móvil ya nadie se pierde. Se espera en el bar, en la librería o fuera fumando tranquilamente.
Igual que hizo Dos en Madrid, el primer pabellón que destaca T. es el suizo. Un par de estrellas para el pabellón suizo. A mí me tuvieron que indicar la salida correcta porque me perdí entre tanta cinta de embalar, papel de aluminio, espejitos, envoltorios y elementos raros. Me interesa la cristalografía aunque no la entiendo muy bien, no crean, la simetría matemática de los cristales me fascina, sí, y me defiendo bien en Geometría Descriptiva, pero con las Matemáticas lo llevo fatal. Y el pabellón suizo presentaba un paisaje cristalográfico para mí tan inaccesible como las ecuaciones matemáticas. En él me perdí. Reconozco que el pifostio morrocotudo me hizo gracia, tal vez porque no presté atención a las imágenes violentas de las que ahora T. me habla y que emitían unos monitores apilados entre los vericuetos de la exposición. No lo vi todo, pero no fue mi culpa: era una instalación inaprensible: “Las cosas no mienten. ¡Hay demasiado como para que se abarque todo! Quiero dejar ver que no podemos tocar la verdad nada más que por facetas y que la verdad puede reflejarse en una o varias facetas, facetas a escalas diferentes y no unificadas”, explica el autor en el panfleto disponible hasta final de enero en este enlace. http://www.crystalofresistance.com/flyer.html.

También era laberíntico el Pabellón británico, pero a T. no le gustó nada, lo considera un simple decorado de teatro. Pura escenografía, dice. Menos mal que sólo era escenografía. A mí me impresionó bastante, y a I., mi compañero de viaje, le pareció adivinar una historia relacionada con la casa de un escritor turco. Era un escenario muy realista que transmitía clandestinidad, agobio, y un aire de conspiración que, según leí aquí http://camilayelarte.blogspot.com/2011/07/54-bienal-de-venecia-los-pabellones.html se respiraba bajo la misma luz mediterránea que compartíamos en Turquía y en Venecia. Un aire viciado que respirábamos los paseantes sin olvidar que estábamos en la Bienal, porque, si no, nos aterrorizaría. Porque era un pabellón de miedo. Un pabellón de los que viene habiendo en todas las ediciones y que son como el Túnel del Terror o el Tren Chu Chu pero menos sofisticados, porque ni vamos sentados en vagonetas ni nos grita un zombi a sueldo; los recorremos a pie y nadie nos impide chillar si allí dentro nos sentimos auténticos zombis.

El boleto de entrada a la Bienal era doble, con un código de barras para pasar a cada recinto. Un día lo dedicamos a los pabellones en los Giardini, y otro a la exposición en el Arsenale. Allí, al final del corredor, permanecí sentado tres cuartos de hora, desde las tres de la tarde hasta las cuatro menos cuarto, en uno de los sofás instalados ante The Clock de Christian Marclay. Me costó dejar el sofá, estaba atrapado en un suspense de recortes de película que no proyectaban una historia sino un mosaico fascinante que alimentaba mi curiosidad a cada plano; arrastrado por la banda sonora que filtraba el final de cada secuencia en el principio de la siguiente y creaba una transición tan suave como el desplazamiento de algunas manecillas que patinan sobre la esfera en vez de dar saltitos dentados tic, tic; entretenido por unas secuencias que llegaban puntuales, a la hora de unos relojes filmados. La misma hora que debía marcar mi reloj de pulsera, mi teléfono móvil, mi cámara digital o cualquiera otro dispositivos con señal horaria.
En agosto, mis amigos también pasaron un largo rato en los sofás de la instalación y T. advirtió que la secuencia horaria se descompone. No corresponde con el tiempo lineal de los espectadores porque la filmación se desplaza de un punto a otro del planeta mientras los relojes no pierden la sincronía. En Los Ángeles no es la misma hora que en Tokio ni la misma que en Venecia: el desplazamiento espacial supone elipses temporales y esos relojes ya no marcan horas actuales. El tiempo en The Clock es ficticio no es el nuestro. Evidente: son películas y relojes del siglo XX, me dice T. muy serio. Me descoloca. ¿Pero qué tiene la gente en la cabeza? Con esta reflexión, mi colega se ha debido de quedar calvo detrás de las orejas, y Christian Marclay, y también yo, porque reconozco que unas líneas arriba he copiado la palabra mosaico del catálogo oficial: “The Clock is additionally a meditation on narrative, a vast mosaic of contingent storylines, making and remaking meaning from second to second”.

Mosaico y facetas. La verdad se muestra en facetas, decía el artista suizo. La verdad es un mineral cristalizado que muestra unas facetas y oculta otras. Y una película es una sucesión de planos cinematográficos. Facetas y planos. Caras ocultas de un cuerpo de cristal cuya geometría puede representarse en dos dimensiones; porque podemos desplegar un cubo en seis cuadrados, trazar su desarrollo sobre el plano, traducir sus tres dimensiones a dos y apreciar la superficie de todas las facetas en un golpe de vista. Y podemos hacer lo mismo con un icosaedro o con cualquier poliedro de número elevado de caras. El desarrollo, ese número elevado de caras, se mostrará en dos dimensiones como un mosaico de teselas recortadas con la forma de las caras del cristal o del poliedro. Y vuelvo a la película de Marclays si no me pierdo, porque no sé qué me pasa en la cabeza. Según entiendo a mi colega T., cuando veíamos The Clock como El Reloj, la película que daba la hora exacta, entrábamos en su misma esfera temporal. Pero T. me dice que las horas de The Clock son ficticias, que hay saltos temporales y espaciales porque, mientras nos sentábamos en el sofá de la instalación, los relojes no marcaban la misma hora en Tokio, en los ángeles y en Venecia; desde el sofá estábamos ante una película, una ficción, vivíamos en otra dimensión y en otro tiempo al de la pantalla, donde el mundo y el tiempo corrían en ese mosaico o desarrollo temporal. Desde el sillón veíamos girar un mapa cinematográfico del siglo XX. Yo me acordaba del globo terrestre de plástico que tengo en casa y que hago girar con el dedo para pasar los continentes. El mapa de Marclays también es circular, un bucle de 24 horas que se compone de escenas cortadas en planos. Hay quien define el círculo como un polígono de infinitos lados, y así una esfera tiene un número “n” de caras igual a infinito. Pero la película de Marclays es finita. Tiene un número limitado de planos cinematográficos, varios miles, no sé adivinarlo, pero se pueden contar. No buscan el desarrollo imposible de una esfera cuyo cálculo de superficie está sometido a una formula con el irracional número Pi. Su desarrollo es posible y exacto, es el desarrollo de un poliedro de muchas caras que se despliega en forma de mosaico como bien escriben en el catálogo.

Este pabellón español es imposible de apreciar por un visitante cualquiera. Los dos estamos de acuerdo. Se dirige a enterados más que al público, opina mi colega. Está planificado para que expertos internacionales aprecien la trayectoria de la artista, porque hay mucho trabajo, eso nadie lo duda: el pabellón español es espeso. Bien montado pero denso, con un largo despliegue de conceptos e intenciones que hoy llamamos “Proyectos”. Es el primer pabellón, justo en la entrada de los Giardini, y para analizar toda la documentación que aporta deberíamos regresar uno y otro día y no terminaríamos nunca; no nos quedaría tiempo para otros pabellones. ¿Has leído la crítica de Castro Flórez?, me pregunta mi colega, es demoledora, califica la participación española de idiotez. Yo no la había leído y al llegar a casa he buscado con Google el artículo. Es terrible. No deja títere con cabeza. Imagino que Fernando Castro Flórez ha accedido a la Bienal varios días con su pase profesional porque es crítico reputado y además comisario de otro pabellón. En su reseña tiene para todos, empieza repartiendo a los venecianos cuyos genes de comerciantes implacables sufren los incautos que conviven con ellos más tiempo de lo imprescindible, dos semanas máximo, precisa. Castro Flórez ha pasado demasiado tiempo: algo más de dos semanas, de las que ha gastado unos minutos en el pabellón español y se ha estudiado el catálogo redactado en inglés internacional. Su veredicto es exagerado: el pabellón más desafortunado de los que ha visto en todas las ediciones. De todas toditas y de todos los países participantes. Lo peor de lo peor. Lo único acertado es el título “Lo inadecuado”, involuntariamente adecuado. Creo que exagera. No quiero saber que ha visto Castro Flórez en su historia personal de recorridos por la Bienal de Venecia, no pretendo mirar por sus ojos ni entrar en su cabeza. “Lo peor de lo que yo he visto” es un veredicto subjetivo que yo no debería discutir. Pero exagera. La participación española no es la peor que ha visto porque a continuación escribe: “Evidentemente el desastre no llega al nivel del desbarre de los italianos”. Esto convierte la última edición en histórica por las participaciones míticas de nuestros países mediterráneos, donde los italianos se llevan la palma –o el león de oro– del despropósito. Cabe la posibilidad de que Castro Flórez no exagere si, cuando entró en el pabellón italiano, no vio nada, si le ocurrió como a mí, que no pude encontrar nada entre tanto desbarajuste. Recuerdo una urna de mariposas, unas fotos espantosas, el desnudo en bronce de una joven africana y un relieve de mármol de Lorenzo Quinn; aquello era un mercadillo de domingo y yo no sé encontrar nada en los Rastros, me lío hasta para elegir un jersey en la sección de punto del Corte Inglés; por eso prefiero las boutiques y salas de exposiciones despejadas. Un crítico, sin embargo, debería saber mirar en un estudio abarrotado, debería abstraerse y saber ver, así que Castro Flórez no tendría excusa si se hubiera ofuscado como yo en el pabellón de Italia. Pero vio el desastre. Lo vio y lo cuenta; por eso sabemos que su veredicto del pabellón español es exagerado, no se lo cree ni él, pero le entendemos, le aceptamos la hipérbole como recurso estilístico. Nosotros no fuimos tan críticos. Yo creo que el pabellón español estaba bien montado. No entendí casi nada del despliegue monumental porque no me apetecía estudiar. Lo sabe Castro Flórez: yo hacía turismo cultural como la mayoría de visitantes y no estaba para sesudeces. Mi amigo y sus compañeros tampoco lo estaban en agosto. Ellos veraneaban. Yo tampoco entendí mucho el pabellón español pero, después de pasar por los siguientes, el de Bélgica y el de Holanda, no me pareció ni malo. España 2 - El Benelux 0. Le dije a mi compañero de excursión que no se dedica al arte y le habían dado días libres en la fábrica. Porque al final no viajé solo. Me veía paseando aburrido por Venecia y lo retrasaba; temía perderme esta edición. La regulación del flujo productivo en la industria automovilística ha permitido a I. acompañarme. El plan era perfecto: el primer día degustaríamos el Carpaccio Cipriani, dejaríamos cada cual nuestro ojo de la cara en la cuenta del Harri’s Bar y aún nos quedaría el otro para ver la Bienal y no perdernos por Venecia. I. tiene el honor de ser un turista cultural puro. Porque la mayoría de visitantes, con pinta de profesor de arte, de estudiante o de artista, guardamos vinculación profesional con el arte y hacemos turismo cultural en la Bienal según Castro Flórez; mi compañero de viaje es el campeón, más turista y más inocente que la mayoría a excepción de los pobres niños; porque vemos muchos niños. Algunos artistas y profesores traen sus hijos a conocer arte moderno y encima les reprenden. Estaros quietos. No molestéis. En la cafetería con muebles torcidos estilo chill-out-room, un tipo rubio con patillas, pelo en punta y gafas Alain Mikli, regañaba en su idioma a un niño y una niña que usaban el banco contiguo al mío como tobogán. Pobres criaturas. Intenté explicar con gestos y en inglés básico que no me molestaban. Los hijos del artista estimulaban la imaginación improvisando un tobogán durante unos minutos de descanso en la Bienal mientras sus amiguitos de clase, tal vez con papás de profesiones más liberales, lo pasarían bomba en atracciones de Port Aventura o de Disney Word o en un parque con columpios del pueblo de los abuelos; atracciones más convencionales, todo hay decirlo, y que estimulan menos la imaginación que un tobogán-banco-chill-out.

2 comentarios:

  1. ¿Habrá diferencias también entre turista cultural y viajero cultural? ¿Cómo se diferencian unos de otros? ¿En cómo colocan su mano sosteniendo la barbilla mientras el dedo índice se dirige espigado hacia el tabique nasal mientras contemplan las piezas? A ver, si colocas tu mano así eres viajero cultural; si, por ejemplo, cruzas tus manos atrás y prestas la misma atención a las piezas artísticas que a las piezas vivientes que pululan por ahí, entonces eres turista cultural.
    Bueno, y que se fastidien los del Harry's Bar, que les tangamos dos Bellinis por la cara

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  2. Alguien habrá hecho una tesis al respecto de los viajeros culturales. Prefiero esperar a ver que me cuentan los críticos.
    Lo que me fastidió mucho es que otra vez que estuve el camarero hizo una maniobra sofisticada antes del café: trajo un mantel nuevo enrollado en un vástago de madera y cambió el mantel sucio por el limpio en un truco giratorio mientras pasaba los vasos y platos a al mantel limpio; al final, cuando había desenrollado todo el mantel limpio sobre la mesa, no sé cómo pero tenía el sucio enrollado en el vástago. Esta vez nos tocó el camarero zafio que puso el mantel limpio tapando el sucio sin ningún misterio, se llevó el vástago de madera desnudo y se quedó tan pancho. Yo no vuelvo, aunque me inviten a 10 Bellinis. ¡Chapucero!

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