domingo, 1 de abril de 2012

Añoranza


Se acabaron los días de piscina. Recuerda cuando pensabas ir después de una siesta que te había dejado pegado en el sofá, recostado a lo largo, forzando las cervicales con la cabeza sobre un reposabrazos y los pies sobre el otro. No te decidías, ya eran las cinco de la tarde; qué pereza llegar al vestuario, cambiarte en la cabina, después, buscar un sitio en la hierba: te gustaba disponer de una silla para dejar la toalla debajo de un árbol pese a que los insectos te salpicarían el cuerpo de ronchas de picaduras. Imaginabas el agua tibia, nadar a crol en la piscina, expulsando el aire muy despacio, escuchando explotar las burbujas que nacían bajo el agua de tu boca y tu nariz y saltaban a la superficie, una superficie muy suave, una sábana de seda que te acariciaba los hombros con cada brazada. Lo peor era el vestuario. Nunca pisabas descalzo el suelo del vestidor mientras te quitabas los zapatos, te calzabas las chancletas, te sacabas la ropa y te ponías el bañador. Harías equilibrismo para no apoyar las posaderas en el taburete de apariencia aséptica sí, pero vete tu a saber; y luego guardarías la ropa en una taquilla que ha usado cualquier socio del club, porque es un club privado, higiénico y seguro, pero qué harías con el reloj, ¿lo dejarías en la muñeca o lo esconderías en un bolsillo del pantalón junto a las otras pertenencias? Y el protector solar estaría caducado, tendrías que pasar por una farmacia, comprar otro nuevo, uno sin perfume. La farmacia, el vestuario, qué pereza: las cinco y media y todavía repantigado en el sofá. Leerías un poquito más del libro que cayó abierto sobre tu pecho antes de sucumbir al sueño vespertino. No te decidías, este día ya no irías. Si al día siguiente salía nublado, te arrepentirías por no haber aprovechado una tarde tan soleada aunque es mejor cuando está nublado y hace calor, con la piscina vacía, casi toda para ti, puedes nadar largos y largos sin que el sol te queme, nadar de espaldas, cara a las nubes, sin deslumbrarte, contemplado las ramas cargadas de hojas muy verdes y alguna marrón despistada que se cae de los plátanos en verano. Aunque, para no deslumbrarte, mejor irías al estudio, terminarías una escultura, pintarías algo, harías orden; no te quedarías leyendo noveluchas, no te sentarías delante del ordenador, apagarías el televisor. ¿Qué harías?: saldrías a dar un paseo. Sí, hacía buena tarde. Te desperezabas y te oías hablando solo: “Tú no tienes remedio, ya lo dijo Fernando Francés: este tipo es un vago que nunca llegará a nada.” ¿Cuándo dijo eso?, según te contaron, cuando valoraban los dossieres de un concurso al que ni te habías presentado, ¿si no te presentabas porque lo dijo, porqué te nombró?, otro jurado, un director de un museo habló de ti porque alguien presentó algo que le recordó a una obra tuya y entonce el crítico, o lo que sea, salto como un resorte, lo cierto es que otros jurados te defendieron pero F.F. tenía razón, no llegarás nunca a nada y lo sabes. Hasta entonces no sabías adónde tenías que llegar; ahora que te digan dónde está Nada y te das un paseo hasta allí, de paso bajas el colesterol; no llegarás, eres consciente de tu pésima orientación pero por lo menos harás ejercicio, ¿no se trataba de eso?

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